Comentario
Frente a la administración local del Antiguo Régimen, caracterizada por su falta de uniformidad y cierta confusión de poderes, el Estado liberal intentó la unidad administrativa y la división de poderes.
La nueva división provincial fue realizada en 1833 por Javier de Burgos. Los territorios provinciales se basaron en unidades históricas, corregidas por circunstancias geográficas, extensión, población y riqueza. España se organizó en 49 provincias con el nombre de sus respectivas capitales. Hubo seis excepciones: los archipiélagos, Navarra, Alava, Vizcaya y Guipúzcoa, que conservaron su denominación antigua y sus antiguos límites debido, sobre todo, al criterio histórico que primó.
Al frente de cada provincia se colocó el Subdelegado de Fomento (posteriormente denominado Jefe Político y Gobernador Civil desde diciembre de 1849) que representaba al gobierno de la nación. La Diputación era el órgano de gobierno de la provincia. En 1834 las provincias se dividieron en partidos judiciales.
Aunque este fue el esquema general, en cada período político, según estuvieran en el poder progresistas, moderados, Unión Liberal, varió la interpretación sobre quiénes deberían elegir a los representantes de cada poder y las competencias de las instituciones. El régimen común tuvo algunas excepciones, como las provincias forales, especialmente Navarra después de la Ley de 1841.
El modelo progresista de 1810-1813 se reformó en 1842 y 1856, pero apenas estuvo en vigor. Era partidario de una cierta descentralización provincial. A pesar de que el Gobernador era un delegado del Gobierno, la Diputación ejercía un cierto control. Así, en 1841, bajo la Regencia de Espartero, estuvo vigente la instrucción de febrero de 1823. El Jefe Político presidía con voto la Diputación Provincial, que tenía competencias propias (obras públicas provinciales, fomento de agricultura, industria y comercio, etc.) y ejercía tutela sobre ayuntamientos en aspectos como la revisión de los presupuestos anuales, los repartimientos contributivos, propios, pósitos, abastos, etc.
El moderantismo formuló de manera más clara sus propuestas en 1845. El Gobernador, como en el caso anterior, era un delegado gubernamental. La Diputación tenía una función más consultiva. En el período moderado, de acuerdo con la Ley de 1 de enero de 1845, la Diputación Provincial era presidida por el Jefe Político, que se reservaba más atribuciones que en el período progresista. El número de miembros de la Diputación variaba en función de los partidos judiciales. Los electores eran los mismos que elegían los diputados a Cortes. En 1849 el Gobernador sumó las funciones del Intendente.
El triunfo de los progresistas en 1854 supuso la vuelta a la legislación de 1823 y el restablecimiento de las diputaciones de 1843 que veían aumentadas sus facultades administrativas en la provincia. Los gobiernos de O'Donnell y Narváez, en 1856, reproducían el modelo moderado de 1845 que, con ligeras reformas, se mantuvo hasta la revolución de 1868.
La administración provincial se fue organizando lentamente en las décadas que corresponden al reinado de Isabel II. El escaso número (no llegaban a 5.000) de funcionarios que contaban todas juntas en 1860 prueba esta afirmación.
En cada provincia el Estado tenía una administración civil presidida por el gobernador. Por el número de funcionarios destacaba el ministerio de Hacienda (administradores, comisionados del Tesoro, inspectores y recaudadores con los auxiliares necesarios). De manera creciente se fueron estableciendo dependencias de los ministerios de Gobernación y Fomento.
El número de funcionarios del Estado que trabajaban en las provincias en torno a 1860, según el Censo, era de unos 26.000, a los que habría que sumar los 5.000 de Madrid ya citados. La distribución era desigual. Las provincias que menos tienen son Álava (117), Navarra (163) y Vizcaya (170); las que más La Coruña (1.314), Valencia (1.534), Barcelona (1.127) y Cádiz (1.278). Provincias medias podían ser, por ejemplo, Zamora (411) y Guadalajara (769). La larga mano del Estado era mucho más corta e ineficaz de lo que se podría pensar. En todo caso, en el período que corresponde al reinado de Isabel II, debido al proceso de centralización y racionalización administrativa todo nos lleva a pensar en el aumento de la presencia del Estado y la creciente profesionalización de los funcionarios. Si al principio de siglo (en 1797), los funcionarios de todas las administraciones no llegaban a 30.000, eran 60.000 en torno a 1860 y superaban los 90.000 en 1877.
El ministerio de Gracia y Justicia, por su propia idiosincrasia, estaba organizado a través del sistema de tribunales en las capitales de provincia y en las localidades que eran cabecera de partido judicial, aunque también contaba con delegados provinciales en lo que se refería a los asuntos eclesiásticos.
En el último escalón estaba el municipio. El modelo electivo surgido de las Cortes de Cádiz, sufragio universal en segundo grado, fue útil para el derrocamiento del Antiguo Régimen. Pasada esta fase, los liberales, tanto moderados como progresistas, se pusieron de acuerdo en 1834 para introducir la adopción de la base electiva directa al tiempo que restringían radicalmente el número de electores a través del sufragio censitario.
El modelo moderado se basaba en la administración pública napoleónica, el doctrinarismo francés, que adaptó para España una escuela de juristas próximos a los moderados. Su máxima, recogida del administrativista A. Oliván, era que "sin administración subordinada no hay gobierno". La modernización del país se transmitiría desde el gobierno hasta el último pueblo. ¿Será conveniente, se pregunta en el preámbulo del proyecto de ley municipal de 1838, que el impulso reformista encuentre los mayores obstáculos cuando llegue al último eslabón? El ideal era una administración racional y eficiente en la que, cuando hubiera contraposición de intereses, prevalecieran los públicos sobre los privados y los nacionales sobre los locales. La figura clave era el alcalde. Era, ante todo, un representante del Gobierno por línea jerárquica desde la Corona a través de los jefes políticos o gobernadores. El gobierno podía reforzar su poder nombrando un alcalde corregidor para sustituir al ordinario. Los ayuntamientos, formados por los concejales electos entre los que el gobierno designaba alcalde sin tener en cuenta el número de votos obtenidos, tenían una función consultiva. Como observa Concepción de Castro (1979), resulta sintomático cómo las leyes moderadas limitaron el número de sesiones municipales. La reelección podía ser indefinida. Las autoridades locales se integraban en la burocracia estatal y quedaban sustraídos de la justicia ordinaria en el ejercicio de sus funciones. El alcalde, cualquier concejal o el ayuntamiento en pleno, podían ser suspendidos gubernativamente por motivos que la ley nunca especificaba. El sufragio censatario de los moderados tendía a restringir el voto a los mayores contribuyentes de cada localidad. Las reclamaciones electorales no las resolvía el poder judicial, sino el gobernador o jefe político.
Los progresistas hicieron de la elección de alcaldes una de sus banderas en los procesos revolucionarios de 1840, 1854 y 1868. Coincidían con los moderados en la subordinación de las autoridades locales al gobierno central. Las diferencias entre ambos partidos eran de grado, especialmente a partir de 1856. El alcalde concentraba la autoridad ejecutiva de cada municipio, pero conservaba su origen netamente electivo. Con relación a los moderados, los ayuntamientos tenían más aspectos en los que eran autónomos respecto al gobernador. En principio, se prohibía la reelección, aunque la admiten (con vacancia de un año) a partir de 1856. Los funcionarios o cargos electivos respondían ante la justicia ordinaria en delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones. La posibilidad de suspensión gubernativa del ayuntamiento o cualquiera de los concejales se legislaba concretando las causas y circunstancias para evitar la arbitrariedad. Los progresistas ampliaron notablemente el concepto de clases medias. Excluyeron sólo a quienes dependían de un jornal, pero renunciaron al voto universal. Las reclamaciones electorales serían resueltas por los jueces.
El modelo moderado estuvo vigente casi todo el reinado de Isabel II, salvo los períodos de 1840 a 1843 y 1854 a 1856. Desde 1856 rige de nuevo, sin interrupción, hasta 1868, al asumirlo la Unión Liberal con ligeras variaciones introducidas por Posada Herrera. Como la legislación moderada apenas cambió y los alcaldes seguían siendo gubernamentales, la alternancia entre unionistas y moderados, entre 1856 y 1868, deterioró las estructuras caciquiles. El modelo moderado, adecuado al gobierno de un solo partido, no lo fue para dos partidos próximos pero rivales y sin pacto previo. Los caciques locales dividieron sus fuerzas, lo que benefició a progresistas, demócratas y carlistas, que obtuvieron mayoría en muchos consistorios municipales en los años sesenta.
El número de funciones y funcionarios de los ayuntamientos crecía año tras año. La administración municipal contaba en 1860 con 30.602 funcionarios que tenían esta actividad como principal, más otros muchos miles que realizaban trabajos para los ayuntamientos. Sin embargo, los fondos de muchos municipios, especialmente los rurales, sufrieron un recorte al desamortizarse los bienes de propios, lo que les hizo depender aún más del gobierno.
El mundo de la política local, comarcal o provincial tuvo cierta vitalidad. Aunque en ella estaban inmersos unos pocos ciudadanos, mayor o menor en número según fuese mayor o menor el censo electoral (entre el 0,15 o el 7%), tuvo una actividad real. Algunos recientes trabajos, como la tesis doctoral de Manuel Estrada para el caso de la comarca de La Liébana que nos demuestra la vitalidad de la política en el valle lebaniego, puede ser un ejemplo de otras muchas zonas del país. Obviamente, la vida política tenía mucha incidencia en el gobierno municipal o, proporcionalmente, en el de la diputación provincial. Sin embargo, había una desconexión casi total con el gobierno del país. Las elecciones para la representación parlamentaria, aunque en ocasiones eran reñidas y reflejaban la tensión política de cada comarca o distrito electoral, carecían de la suficiente representatividad en la medida en que el control de la cámara se llevaba a cabo fundamentalmente desde algunos despachos madrileños. La institución del cunero fue muy frecuente, lo que, unido a otros factores, desvirtuó la acción de la actividad política local que, de ninguna manera, se puede proyectar a nivel nacional.
En todo caso, la imagen de una sociedad desmovilizada debe ser matizada. Tanto en el medio urbano como en el rural, hay un sector de la población, fundamentalmente las clases medias y altas, que en unos u otros momentos formaron parte del censo electoral, que se interesa por los asuntos públicos. Ello no quería decir que pertenecieran a los nacientes partidos políticos. Por una parte, hay que señalar el fenómeno carlista, que merece una consideración específica. Además, a través de las tertulias, más o menos institucionalizadas, ateneos, sociedades económicas, sociedades patrióticas, lectura o participación en los periódicos locales... se intervenía en la opinión pública que acaba confluyendo en las campañas electorales y en la crítica de la vida política. Sin embargo, no hay que olvidar que nos estamos refiriendo a un sector relativamente pequeño de la sociedad. La gran mayoría permanecía ajena a lo que estaba sucediendo y no participaba directamente ni se podía aún considerar una auténtica opinión pública.